Bodega en Cuba. |
Recuerdo aquellos días que, en condiciones atmosféricas específicas,
se colaban los canales americanos en nuestros televisores. Hablo principalmente
de la segunda mitad de los ochentas. Mi casa fue una de las primeras en tener
tele a color en mi calle, comprada en la casa del oro, y yo llamaba a los chamaquitos del
barrio. Como todo era en inglés, rara vez se colaba Univisión o Telemundo, no entendíamos
ni J de lo que se decía, pero los comerciales, ah, eran lo que más nos gustaba.
Y es que tenían gracia, de cualquier cosa te hacían la boca agua, lo mismo un
refresco cayendo en cámara lenta en el vaso con gotitas de condensación, un chorro
de chocolate derretido ondulándose sobre un pastel, o una hamburguesa con carne jugosa, mmm el
amarillo del queso, lo fresco de la
lechuga y el tomate. En fin, todos hacíamos silencio y boquiabiertos, babeados,
presenciábamos aquello. En Aquel entonces la mayoría de mis socitos creía en la
revolución, pero es que ante la belleza de los colores y ante lo bueno todo el
mundo sucumbe. Corrían los años en que los cubanos estábamos totalmente aislados,
rodeados de un mundo monocromático carente hasta de pintorescas etiquetas. La
pasta dental era un tubo de aluminio sin una sola letra, el desodorante más
codiciado por aquel entonces, el “de tubo” era un tarugo envuelto en un fino plástico
y ya. Los cubanos vivíamos sin contacto alguno con el mundo, con la sociedad de
consumo. No había casi turistas extranjeros, era el entorno perfecto del
totalitarismo. La propaganda oficial hacia énfasis en lo malo de un
mundo exterior que no conocíamos del todo en realidad, y nuestro único contacto
eran los bolos y las películas del sábado, yumas, y quedábamos maravillados de
los carros que ahí salían, que comparados con los aburridos ladas eran cohetes.
Pero la gente en general tenía una imagen del capitalismo que coincidía casi
100% con la que nos dejaban ver los medios en Cuba.
Todo aquello fue palideciendo en los años 90. Con la caída del
suero soviético, Cuba comenzó a verse invadida de turistas en short y
sandalias, rosaditos y espigados. Empezaron a rodar por las calles otros autos,
Nissan Sentra, Toyotas, rentados por los rubios. Los viajes a Cuba aumentaron,
la gente regresaba ya con más frecuencia. A donde quiera que llegaban invadían el
ambiente con el fuerte aroma a Paco Rabanne,
el chicle, y sobre todo, la obesidad que contrastaba con lo famélico de
nuestras humanidades. Ya no necesitábamos de unos días de atmosfera cómplice
que nos abriese la ventana. Las tiendas de dollares se fueron expandiendo, la pacotilla, las etiquetas pintorescas llegaron al fin a nuestras vidas,
sino a disfrutar de los productos que contenían, por lo menos deleitaban
nuestras vistas, avivaban nuestras ambiciones, nos ponían a soñar. Y es que,
como humanos al fin, a todo el mundo le gustan los colorcitos y, repito, lo
bueno. El castrismo había perdido aquella rama de su propaganda que se empeñaba
a mostrarnos un mundo cruel afuera, ya estábamos viendo adentro chispazos de la
realidad externa. A los que el hambre de los 90 no les basto para convencerse de
la porquería de aquel sistema que vivíamos y que se sentían aun protegidos de
un mundo cruel que convulsionaba allende los mares, terminaron por chocar de
frente con la pacotilla.
Y entonces, si casi todo el mundo ya sabe que en el capituti
está la pasta, el bienestar, el progreso ¿Qué es lo que queda de la propaganda
castrista? Confieso que me vengo dando cuenta recientemente de esto, y que una vez creí importante que mostrar el capitalismo exterior malo era lo
fundamental, pero creo que me equivoqué. Lo fundamental, y siempre lo ha sido, es mostrar a un gobierno intocable,
impenetrable, omnipresente, omnipotente, a prueba de fuego, balas, huracanes y
terremotos. En realidad eso es lo que frena a los cubanos hoy, cubanos que
saben que el capitalismo es mejor, que los de la tribuna en la plaza son una
bola de mentirosos y descarados, pero siguen pensando que detrás de cada jugada
esta la mano negra que todo, absolutamente todo lo controla, y nada se le
escapa. La propaganda no solo consiste en decir y crear organizaciones de masas
que todos saben no funcionan, basta con que existan y ya eso por si genera
temor y sensación de estar vigilados, consiste también en no decir, en no
mostrar una sola contradicción en las alturas, en sacar a la luz algún que otro
acto corrupto una vez resuelto, nunca antes, ni en fase de investigación siquiera. Todo bajo control, están en todas partes, nada se mueve sin su consentimiento.
Esa es la parte fundamental y más paralizadora de gusanos de la propaganda del régimen
y sigue funcionando a toda mecha.
Llega a ser tal el efecto, que pocos, muy pocos, son los que
logran desligarse de este estigma provocado por el adoctrinamiento de tantos
años, incluso fuera de Cuba. No es raro leer expresiones de desconfianza en
cualquier cosa, aun así sea una buena noticia, y yo tampoco escapo, ahora mismo
estuve tentado a escribir buena noticia entre comillas. A veces leo cosas tan
descabelladas que me cuesta, otra vez yo víctima de la doctrina, creer que no
sean del G2 quienes las dicen, que no haya entre esos grupos de pesimistas al
menos un agente echándole leña al fuego. He llegado a tal punto de
adoctrinamiento, aun así me resista a voluntad, que comienzo a pensar que la
gran mayoría de los cubanos que escriben en la Web de esa forma que no deja
espacio a un logro real de la oposición o a una deriva natural del
empobrecimiento del marco socio-politico actual en Cuba, son agentes
del gobierno cubano. Sé que exagero, es demasiado que sean tantos, sé que estoy
siendo víctima del régimen cuando digo esto, pero, también sé que el régimen sabe
que mientras lo crean impenetrable menos darán el salto a la rebeldía publica,
y el régimen no escatima recursos en mostrarse un ente por sobre todas las
cosas, por sobre todos nosotros. Que Dios me perdone.
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